Denis Izquierdo (Holguín, Cuba, 1980) es un artista egresado del Instituto Superior de Arte que se debate entre la fe y la guerra, el amor y la muerte, lo visceral y lo político. Su pasión objetual tiende a congelarse en una especie de posminimalismo bélico sustentado por el diseño del híbrido. Sin acatar la ideología del white cube, esta “escultura como recipiente” absorve la experiencia de cuanto no se ha sufrido en carne propia para instalarse en los dominios del arquetipo. Se trata de una operatoria articulada mediante préstamos vivenciales imaginarios o reales. Denis fabula con el “dolor de los otros”, sin aventurarse en la especulación demagógica como mascarada social. Solo así puede justificarse el derecho a manipular heridas o cicatrices de simulacros románticamente brutales o auténticamente fatales.
“Un día en la luz” es una muestra colateral a la 10 Bienal de La Habana que tuvo lugar en la Fundación Ludwig de Cuba. Este espacio institucional estimula la producción visual emergente, mediante exhibiciones que permanecen una sola jornada. Pero lo mejor es que estos “salvadores inventarios” los coordinan jóvenes artistas y no comisarios vitalicios de la institución-arte anclados en la retórica identitaria tercermundista. La intención plástica de Denis Izquierdo tiene esa frescura del curador novel echándole el ojo a un creador poco visible en el mainstream dominado por los eternos consagrados de siempre. Esta abarcó una curiosa mezcla de lo cult y lo povera en un contexto visual donde la miniatura sobre un pedestal o el performance armonizaron con un environment singular: un batallón fantasma de guerreros virtuales al servicio de un mandante invisible.
Uno de los rasgos precisos de la exposición es la sutileza épica de construcciones que potencian lo simbólicamente verdadero por encima de lo históricamente exacto –siguiendo una máxima borgeana de suma utilidad en el presente. Todo consiste en una apariencia grata que oculta la tragedia esencial. “Un día en la luz” propone la urgencia de un simulacro vital: flirtear con el ardid de la violencia conceptual, estrategia donde la imagen consigue iluminar zonas oscuras del hombre y sus alternativas límites.
El juego con la noción de fetiche letal se consume en “Happy Christmas” (2009). Es una granada convertida en caja de música, aludiendo a un regalo de navidad. Así percibimos una mutación de su funcionalidad: ya la granada no explota para fragmentarse en pedazos de proyectiles. En cambio, lo que sale de la cajita es un sonido que adormece al espectador. Por ello, la visualidad bélica contiene una mansedumbre sonora que produce una ironía festiva. De esta manera, se contraponen lo grande y lo pequeño, la fantasía y el horror, el estruendo virtual y el susurro de un mínimo juguete concebido para la destrucción.
“Happy Christmas” se expande como idea y se reduce como objeto, hasta culminar en “relación armónica” con una paradójica dualidad: el alcance del contenido y la nimiedad de la forma. Lo que penetra en los sentidos del espectador es una “salva musical” tan leve como cínica, vaciando al objeto de su fin bélico original. Esta pieza no es una reproducción mimética del entorno militarizado donde vive y trabaja el artista. Simplemente resulta una alegoría al terrorismo solapado de nuestros días, en que son frecuentes los “obsequios” con propósitos destructivos. Por otra parte, el cuidado formal de la obra marcó la diferencia con ciertas propuestas de la Bienal de La Habana, donde la mala factura intentó escudarse en el viejo esteticismo de la antiforma.
Una concepción del híbrido en su aspecto cultural lo representa un artefacto perteneciente a la serie “Muerte blanca”. La penca de una palma sustituye a la hoja filosa de un machete que cuelga de la pared. En este caso, el machete simboliza la cubanía temeraria, mientras el chivirico de la palma real significa el folclor de la superstición antilla intentando barrer lo malo. Semejante dualidad fusiona lo épico y lo taimado en el plano doméstico: el ímpetu de una carga al machete y la fría pasividad de propinar una muerte (¿blanca?) donde no se toca a la víctima. ¿Y quién es la víctima de esta pugna imaginaria? Ninguna. Solo existe el gesto de construir un arma que acaba por matizar exóticamente una galería de arte. Pero el equívoco denota una situación contemporánea común en todos los estratos sociales: abolir la visibilidad del crimen, la mano y el rostro de los verdugos. Esto confirma la preeminencia de un nuevo “estado de combate”: el desafío en que los contendientes evitan mirarse a los ojos.
“Golpe de estado” (2009) es un sable con la hoja transformada en una escalera y su vaina, adosados a la pared como el más inocente objeto bidimensional. Sin embargo, la metáfora del poder implica un llamado a la necesidad de ascender y reducir el camino mediante la fuerza. La vaina es el trayecto más largo; la hoja doblada en forma de escalones representa el trance más corto y sucio hacia la cima. Aquí toda la pasividad se transforma en una tentación de prevalecer: alegoría del ascenso que no tolera la caída al filo del límite. Denis Izquierdo insiste en recordarnos que no hay opción de sobrevivencia posible para la fragilidad en el tráfico de las ambiciones contemporáneas. Moraleja: sin un arma que no pueda desdoblarse en infinitos escalones, ¿cómo sostener que se trata efectivamente de un arma lista para impactar en cualquier diana? La linealidad visual y conceptual de esta pieza revela otro intento de reflejar los tiempos que corren sin maquillar sus amargas lecciones.
Doce cascos de antiguos soldados; doce sujetos ordinarios que soñaron parecer extraordinarios y reencarnar en la historia; un traje de alto rango con una “luz interior” al frente del escuadrón invisible. “Pelotón” (2009) simula una tropa de infantería avanzando desde el pasado hacia el futuro. Éste ofrece la impresión de reconstruir la historia de un inmenso gurú desvanecido en el bregar de sus peripecias combativas. Al mando de un batallón de ausentes-presentes, el emblema de la sobrevivencia parece decirnos: “la luz táctica que sale de mi cuello sigue girando hasta configurar un halo de eternidad”. Lo teatral de este ambiente presenta una escuadra de muertos-olvidados que han perdido el hábito de cumplir las órdenes de un “gran hombre”. Tal es el destino de generaciones caducas, acostumbradas a bajar la cabeza e hincarse de rodillas ante su ídolo. “Pelotón” deviene una metáfora de la Isla de Cuba: un batallón fantasma guiado por un líder que ya dejó de ser jefe.
Una escopeta real con el cañón seccionado y reemplazado por una flauta musical. Un saxofón que lleva como boquilla un revólver. Una intérprete que ofrece un concierto en clave menor vestida de luto, aludiendo al sentido de la desaparición de la fe. Euforia, pasión, energía, lamento, réquiem. “Un día en la luz” procuró abarcar el trueque del lirismo de un instrumento musical en disparo de un arma de fuego y viceversa. Ello infiere todo un repertorio de pérdidas simbólicas, donde la poesía y el ocaso han extraviado sus pasos en la hierba. Una razón para que esta muestra buscara concatenar fragmentos autónomos de un belicismo traumático. Ese que gusta asociar la supervivencia con la guerra de todo un pueblo librada ante un prolongado, criminal e injusto pretexto. Denis Izquierdo no halló otra salida que recrear poéticamente los falsos matices de la realidad que lo circunda.
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