Por Magdalena Ruiz Guiñazú
Alfonso Galindo Hervás es un hombre joven, doctorado en Filosofía y profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia. Ha venido a Buenos Aires a dictar cursos en la UBA y habla (entre otros) de un tema apasionante: la nueva mirada del pensamiento sobre el mundo.
—En la vieja Europa aparece una importante presencia musulmana y esto debe haber traído cambios muy fuertes.
—Sí, muy fuertes. Yo llevo aquí, en Argentina, dos meses y he constatado que ustedes, por ejemplo, tienen en cambio una presencia judía particularmente importante de la que, a mi juicio, desgraciadamente, nosotros, en España, carecemos. Y menciono España porque nuestra Historia ha sido una historia de expulsión de los judíos desde el siglo XV hasta básicamente el siglo XVIII. Hay, en nuestra Historia, una serie de jalones de maltrato a los judíos y es cierto que, actualmente, la presencia musulmana es muy alta. Sobre todo, en las provincias costeras donde la dinámica de la vida, la posibilidad de obtener trabajo y el clima más benigno hacen que vengan del Norte de Africa, que tenemos cerca. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con lo que llamamos una guerra de religión. Esta es una expresión que evoca, en nuestra memoria, las contiendas del siglo XVII que dieron origen al Estado absolutista como forma de provocar ese tipo de conflicto. Tiendo también a pensar en la fortaleza de los sistemas democráticos y liberales de Occidente (en el que Argentina también está incluida) por ser suficientemente flexible y plástica como para dar cabida a formas de vida diferentes. Ahora bien, también es cierto que el sistema democrático-liberal no puede integrarlo todo.
—¿Cuáles serían las dificultades para integrarse a un sistema liberal?
—Hay diferencias. Salvo la realidad de los Estados Unidos (que no es la realidad europea), de la cual quizás Argentina esté más cerca, nosotros usamos el término realidad multicultural y en ella es muy común que, incluso geográficamente, en una ciudad los barrios se distribuyan en función de filiaciones religiosas e incluso étnicas. Estamos hablando del barrio judío, del barrio armenio. En el caso de España, esto no es tan así. Ni tan fácil ni tan claro. Me refiero a delimitar la convivencia en una ciudad a partir de ese multiculturalismo. La apuesta es más integradora.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de intentar atraer a esos colectivos tan importantes (que tienen detrás una historia y un pasado y ciertas costumbres) a conjuntos mínimos de convivencia. Y en ese sentido digo que las democracias liberales (por liberales que sean) ¡está muy claro que no son absolutamente neutrales! No pueden asumirlo todo. En ese sentido, yo creo que las democracias liberales no deben tener miedo de reconocer que también tienen un componente político de forja de unidades que se exigen al calcular la convivencia. También creo que es cierto que sí, hoy por hoy, hay un sistema que se acerca lo más posible al respeto y a la neutralidad y a la tolerancia de cualquier estilo de vida, éste es el nuestro. O sea, que sin denunciar la necesidad de regular y de excluir lo que sea incompatible con nuestros principios liberales, no encuentro otro sistema que sea más tolerante. Que sepa mantener el equilibrio, ¿no?
—Pero, volviendo a Europa y mirándola desde afuera, se produce como una dicotomía entre el enorme crecimiento de familias musulmanas muy prolíficas y la bajísima natalidad de la familia originariamente europea.
—Eso es cierto. Y no es una cuestión menor. Hace poco, hablaba con un profesor muy amigo que ha pasado casi un año dictando clases invitado en la Universidad de Stamford y me decía: “Mira, Europa está tan vieja, tan envejecida, que teneis natalidad negativa ya desde la Segunda Guerra Mundial. Y si no se nota en determinadas situaciones es por la presencia de los inmigrantes que son, como usted señala, mucho más prolíficos”. Bueno, éste es un dato. Un dato de performance y creo que sería problemático hablar de los inmigrantes en términos de un colectivo diferenciado que, entre otros rasgos, se caracterice por tener una natalidad más alta. Fíjese usted lo que está ocurriendo ahora en Francia: esta expulsión de familias gitanas. En principio, debería pensarse en el inmigrante como en un ciudadano más. Y si tienen más hijos los inmigrantes que hay en España quiere decir que están teniendo más hijos españoles. O sea, que creo que es importante exigir los deberes comunes a los que vienen de afuera a la par que darles lo mismo que reciben los que han nacido allí, en el lugar. No creo en un Estado que tenga en sus cimientos la primacía de los nacidos. Por ejemplo, en que aumente la natalidad en España. Porque, dicen algunos, si aumenta la natalidad de los que han venido de afuera, aumentará la necesidad de los españoles. Así es como yo lo veo. No me parece que se esté convirtiendo en algo problemático. No veo nada más que signos buenos. La persona de segunda o tercera generación, de muchos años de permanencia, se ha adaptado a la convivencia. Sin duda hay focos problemáticos si la persona se resiste a integrarse pero, justamente por ello, es importante examinar caso por caso. Me parecen injustas las estrategias que sacan de quicio en estos casos que, por otra parte, son excepcionales. Se pretende hacer con ellos algo así como “el rostro de la inmigración”. Finalmente, sabemos que las culturas y las formas de vida como tal no existen. Lo que existen son personas. Individuos. Cada uno con sus intereses particulares, sus hijos, su escolaridad, la armonía familiar, trabajo, las ambiciones que tenemos todos. Nos quejamos tanto cuando hablamos de otras culturas como si las culturas fueran un ente estanco y reconocible. Mire, usted: yo tengo dos hijos, van a un colegio público estupendo allí en España y más de la mitad de sus compañeros de clase no son españoles nacidos en España.
—Y sus hijos, claro, consideran esto como algo muy natural.
—Mis hijos tienen una especie de imán. Mis grandes amigos son, justamente, los padres de esos compañeros de colegio de mis hijos. Extranjeros que vinieron de otras tierras. También tengo amigos porteños que se han ocupado de buscarme la casa en la que estoy viviendo estos dos meses y que son maravillosos. Por supuesto que no quiero dejar de mencionar a mis amigos colombianos o rusos y, más allá del exotismo de los primeros encuentros que se olvidan rápido, observamos que somos personas que estamos en esta Tierra, en este mundo, intentando que nos vaya lo mejor posible. Y todo esto, es cierto, causa a veces situaciones problemáticas pero me parece que están más asociadas a cuestiones culturales. Hay cierta problematicidad que podemos compartir con cualquiera, así seamos nacidos en España o en cualquier otro lugar. No quiero minimizarlo pero creo que es injusto darle demasiada importancia.
—Ahora, doctor, como filósofo y hombre de pensamiento, ¿no cree usted que hay algo de final de los tiempos en todo lo que estamos viviendo? Fíjese, por ejemplo, en la Iglesia Católica. Parecería estar viviendo una especie de descenso.
—De descenso en cuanto a protagonismo social.
—También en cuanto a los mitos.
—Sí, daría esta sensación pero (y corríjame si me equivoco) en Argentina, ese protagonismo de la Iglesia Católica en la vida civil, en el moldeo de las costumbres y de las conciencias, es menor que en España. Francamente menor. En España, la presencia de la Iglesia Católica todavía es relevante. Los medios de comunicación tienen todos una sección especialmente dedicada a la religión. A la información de cuanto sucede con respecto a ella. Quizás le parezca una anécdota pero es una anécdota presintomática y me parece que su visibilidad no es tan pequeña como parecería exigir el avance en los conocimientos y los estilos de vida que ya tenemos en las sociedades occidentales. Hablar de la Iglesia Católica en sentido general también es problemático y para esas cuestiones hay que ser exquisito.
—Por ejemplo, doctor, ¿cómo era la Iglesia Católica en tiempos de Franco? Aquí durante la dictadura, salvando honrosas excepciones de sacerdotes que perdieron la vida, los obispos Angelelli (asesinado), De Nevares, Novak, Hesayne, no hubo una actitud estimulante como ocurrió en Chile, donde la Vicaría de la Solidaridad dio refugio a los perseguidos por el régimen de Pinochet, en la propia sede de la Vicaría.
—Usted ha mencionado a la Iglesia Católica en períodos duros como las dictaduras. En España, durante la época de Franco, la Iglesia Católica adquirió lo que podríamos llamar el rol de religión de Estado. Y, por parte de la jerarquía oficial, hubo un nulo cuestionamiento de las decisiones franquistas. Más bien, una legitimación. Esto está instalado en el inconsciente colectivo y no se puede olvidar. Es muy reciente. Hay evidentemente sectores, dentro de la propia Iglesia, que se sustrajeron de esos movimientos y brindaron su testimonio. Pero, sí, la Iglesia como tal llegó a más que a la mera convivencia. Hoy en día, yo creo que en Europa (tan añeja en algunos aspectos) y especialmente en Italia y en España, la Iglesia se resiste a asumir que la modernidad ha declarado la separación entre lo civil y lo religioso. Entre lo celestial y lo terreno. Y por su propia naturaleza que reclama visibilidad (y poniendo un ejemplo cercano a ustedes), se resiste a considerar a la homosexualidad como un hecho de la realidad, a esa modernización que le exigiría limitarse a nutrir las conciencias individuales y a tener su propia parroquia. Quiere, en cambio, un tipo de visibilidad que yo entiendo que ha encarnado siempre por su propia naturaleza y por su historia pero que en una sociedad moderna es inviable. Si esto lo relacionamos con la presencia de grupos muy numerosos de personas de otras religiones pues, entonces, el problema es aun mayor. Por ejemplo, ¿qué hacemos en un colegio donde el Estado (como en el caso español) sigue tolerando la presencia de la religión cuando resulta que hay allí gente de cinco o seis confesiones religiosas? Este año hubo un gran debate al respecto. Todavía hay colegios con el crucifijo puesto en las aulas. No creo que haya que sacarlo de quicio pero tampoco hay que extremar estas cuestiones. Es cierto que son casos aislados pero, bueno, la Iglesia se resiste a recluirse en la esfera de las conciencias y yo creo que esto es un anacronismo.
—Usted ha trabajado mucho sobre el tema de los mitos, doctor Galindo. ¿Cuáles son, en su opinión, aquellos que subsisten en el hombre actual?
—La palabra “mito” es una palabra ambigua. Forma parte de un discurso muy escolar en el que, a veces, los filósofos hemos participado. Siempre se nos ha dicho que los mitos eran algo despreciable y que frente al mito estaba el uso de la razón. Y yo creo que no es así. Los mitos son un ejemplo del rendimiento de la razón. Lo que ocurre es que hay que saber tratarlos. Yo sigo el pensamiento de un gran filósofo que se llamaba Blumemberg. Los mitos nos ayudan a vivir. En este mundo hostil, nuestra vida precisa asideros pero el peligro es cuando se trata de mitos que, en vez de darle sentido a la vida, se convierten en dogmas. Esa cristalización dogmática es lo peligroso de los mitos. Cuando el mito de la comunidad –el que nos dice que se hable de vivir ordenadamente y ser capaz de constituir formas de convivencia– se convierte en un dogma, tenemos la irrupción de los racismos, la idealización de la idea de una comunidad como nación y todos sabemos a lo que conduce eso. Mientras tengamos la suficiente capacidad irónica como para nutrirnos del mito.
—Por ejemplo, ¿cuáles ayudan a vivir?
—Hay muchos que ayudan a vivir. No son mitos en el sentido religioso. Por ejemplo, nos ayudan a vivir mitos como el de la salud. Es importante. La salud, en sí misma, es importante. Pero, a mi juicio, se convierte en un dogma cuando hacemos de ese mito un ideal que reclama sacrificios sin fin. Porque, al final, es como una iglesia con sus propios adeptos. En nuestra sociedad, el mito de la salud que, repito, puede darle sentido a la vida, tiene ese peligro. El peligro a dogmatizarse. Pienso también en la propia idea de democracia. Ha podido convertirse en un mito y en nombre de ella (la democracia), nos permitimos eso: sacrificios sin fin. Entonces surgen campañas para imponer por decreto la democracia como si fuera una nueva forma de religión. En mi libro, sobre los mitos también comento irónicamente algún otro mito. Por ejemplo, el viajar. Viajar es estupendo, permite abrir la mente, conocer otros sitios pero no puede convertirse en un dogma hasta el punto que si a alguien a quien no le gusta viajar, sea demonizado casi como un excluido. Y esto ocurre con todos los mitos que nos rodean: la familia, el amor, los hijos, los derechos humanos, la amistad, la esperanza, la propia idea de Dios. Estos son mitos en la medida en que colaboran con hacer más habitable este mundo. Pero si los radicalizamos, los estamos concretando en una interpretación monolítica que reclama sacrificios sin fin. Es la muerte ya del sentido y acaban así los tanques entrando en Praga. Es decir, la imposición de una única verdad con, también, una única interpretación posible.
—También quisiéramos saber si la enorme soledad del hombre contemporáneo tiene un sentido específico. ¿Se debe a la gran ciudad (la polis desmedida)? ¿A la falta de amor? ¿Qué pasa con nosotros que, en grandes porcentajes, nos sentimos solos? ¿O me equivoco?
—Yo no lo tengo claro. Sí, como usted dice, el hombre de la gran metrópolis está solo; en cierto modo hay que reconocer que es así. Pero también debemos advertir que nunca antes como hoy han sido tantas y tan plurales las fuentes dispensadoras de sentido. Por ejemplo, en una ciudad tan fascinante y compleja como Buenos Aires, tenemos mil fuentes (para argentinos integrados) a las que podemos acudir. Digamos que el dinamismo y la riqueza de la sociedad civil se manifiestan como nunca antes. Lo que sí hemos perdido es un mundo homogéneo. En la gran ciudad, hemos perdido esa idealización de las comunidades pequeñas en las que la gente se conocía. Una comunidad pequeña puede ser también un barrio en el que la gente parecía tener similares visiones acerca de la vida. Cómo había que educar, amarse, morir…Todo eso se ha perdido, en cierto modo. Sigue, pero quizás como un objeto más de consumo. Todos saben que existen iglesias seculares a las que se puede acudir. No son iglesias religiosas sino grupos en los que uno se siente integrado. A lo mejor, una dinámica tan compleja como la vida en una gran ciudad a veces nos impide saber dónde están esas fuentes. Para mí, esa soledad es un signo de que nuestro mundo ofrece mucho. Más de lo que ha ofrecido nunca y constatamos que cada vez nos fastidia más la idea de morirnos. Siempre se dice que el mundo occidental tiene más adelantos y bienes. Mejores casas, mejores automóviles, mejores médicos y, sin embargo, el hombre está cada vez más solo y más triste. Bueno, a mí me parece lo contrario. Lo que ocurre es que cada vez nos cuesta más abandonar este mundo porque, como bien sabemos, se ha extendido la creencia de que cuando uno ha muerto no hay nada detrás de esta vida y entonces, me parece lógico que esta melancolía vaya unida al progreso.
—¿No cree usted también que la soledad pueda estar ligada al tema de la computación? Vemos que los chicos, por ejemplo, tienen amigos pero también están horas solos frente a la computadora. Y de los grandes…ni hablar.
—Yo no soy de los que demonizan el mundo de Internet. Creo que es otra manera de entrar en contacto. Pero también reconozco (y no soy un especialista en el tema) que en cierto tipo de personas, desde edades tempranas, puede traer perjuicios que deben tomarse en cuenta. Nuestros mejores pedagogos nos dicen que el fenómeno de estos niños solos frente a la pantalla durante horas no es inocuo. Tiene sus consecuencias y es importante que los contactos con el exterior no sean solamente virtuales sino físicos. Nuestros niños deben tener contacto con el entorno y sus semejantes. Y esto me parece muy sensato. No sé si este fenómeno de nuestro tiempo tan acelerado en la que la familia ya no es lo que era antes, donde los padres trabajan y los niños quedan solos durante horas… No sé, le repito, si el fenómeno lúdico de Internet no es muy difícil de contrarrestar. Pero tampoco creo que sea algo frente a lo cual debamos resistirnos. Es difícil preveer qué va a ocurrir con este fenómeno. Nosotros tuvimos una infancia en la que no había Internet, entonces no tenemos perspectiva. Es como cuando se dice: ¿cómo será un tipo que lleve treinta años consumiendo cocaína? Todavía no hay gente que haya consumido durante treinta años. ¿Qué pasará cuando un niño de éstos tenga 50 años? Un niño que desde los 8 o 10 años ha pasado cinco o seis horas frente a la pantalla. ¿Cómo será a los 25 años? Todavía no tenemos una experiencia de eso y no me refiero a experiencias morales porque el hombre que adquirió estas costumbres desde niño no tiene por qué ser un peor hombre, un peor ser humano. Lo que está claro es que puede ser distinto a nosotros.
Habrá que ver.
Fuente: Diario Perfil